Un sábado por la noche, en Mesa, Arizona, el zumbido de una consola encendida llenaba la casa. Un hombre de 38 años se perdía entre disparos virtuales, micrófonos abiertos y el frenesí digital que sólo un buen videojuego puede ofrecer. Pero al otro lado de la casa, su madre —Hazel Benson, de 72 años— no escuchaba diversión: para ella, aquello era puro ruido. Y lo que empezó como una pelea por el volumen terminó con un disparo real en el abdomen de su propio hijo.
Esta escena, sacada de un titular que parece de ficción, es tristemente real. No es solo una noticia más. Es un reflejo inquietante de las grietas que a veces se forman entre generaciones, entre estilos de vida, y entre la manera en que cada uno entiende —o no entiende— lo que para otros es sagrado: el acto de jugar.
Para muchos, los videojuegos son algo más que entretenimiento. Son válvulas de escape, herramientas de expresión, lugares donde se siente comunidad. Son, incluso, trabajo. Pero para otros, especialmente quienes crecieron en épocas donde el ocio tenía otra forma, los videojuegos son ajenos. Ruido. Distracción. Una pérdida de tiempo.
La diferencia de visión puede parecer inocente, pero cuando la convivencia se vuelve tensa, ese “ruido” se convierte en chispa. Según los reportes policiales, la discusión entre Hazel y su hijo fue escalando hasta que él salió a caminar. Al volver, ella intentó impedirle la entrada a la casa. Lo enfrentó. Él, frustrado, cerró los puños. Y ella, armada con una pistola, disparó. Tres veces. Una de esas balas lo impactó en el abdomen.

¿El gaming tiene la culpa?
Es fácil culpar al videojuego. Titulares como “le disparó por jugar muy ruidosamente” hacen que muchos vean al gaming como un villano silencioso. Pero ese sería un análisis simplista. El problema real aquí va mucho más allá de un control, una consola o unos audífonos.
Lo que este caso destapa es algo más profundo: la falta de diálogo entre generaciones, la presión de vivir bajo un mismo techo con dinámicas incompatibles, y la falta de herramientas para resolver conflictos antes de que escalen a la tragedia.
Hazel no disparó por odio a los videojuegos. Disparó porque, probablemente, no encontró otra forma de hacer sentir su molestia. Y su hijo tampoco estaba buscando provocar. Solo estaba jugando. Como millones de nosotros lo hacemos a diario.
El ruido es real. Todos los gamers —especialmente los que jugamos online— sabemos lo fácil que es perder el control del volumen: una partida intensa, una discusión por voz, un grito de victoria. Pero eso que para nosotros es emoción, para otros puede ser invasivo, incluso desesperante.
¿Quién no ha tenido una pelea por estar “muy alto” en una ranked de Call of Duty, Valorant o Fortnite? ¿Cuántas veces no hemos escuchado al fondo un “¡baja esa bulla!” que nos regresa de golpe al mundo real?
La diferencia está en cómo se maneja ese roce. En muchos hogares, la conversación se queda en eso. Pero cuando hay frustración acumulada, aislamiento y falta de empatía, el resultado puede ser catastrófico.
El futuro del gaming en casa
La industria del videojuego sigue creciendo. Los jugadores adultos son mayoría. Cada vez hay más personas mayores que juegan, pero también hay muchas que aún no comprenden el lenguaje del gaming. Y en casas donde conviven generaciones, esa desconexión puede convertirse en una bomba de tiempo.
¿Deberíamos hablar más de convivencia gamer? Absolutamente. Desde establecer horarios, hasta usar equipos que ayuden a aislar el sonido (hola, audífonos con cancelación de ruido), pasando por algo tan simple como comunicar: “Mami, estoy jugando con los panas, pero bajo un chin si molesto.”
Hazel Benson ahora enfrenta cargos por asalto agravado. Su hijo sobrevivió, pero quedó marcado de por vida. La consola que una vez fue su escape, terminó asociada a una escena de violencia real.
Este caso nos obliga a mirar más allá de la superficie. A entender que el videojuego no es el enemigo, pero sí puede ser el epicentro de conflictos no resueltos. Y que la verdadera batalla no está en la pantalla, sino en las dinámicas familiares que muchas veces ignoramos.
Tal vez nunca sabremos cuántas veces Hazel quiso silencio y cuántas veces su hijo solo quiso jugar tranquilo. Pero lo que sí sabemos es que mientras el ruido gane y el diálogo se pierda, estas historias seguirán apareciendo. Y ahí, el game over no se reinicia.
Así que la próxima vez que estés en una partida intensa y escuches un grito desde la sala, recuerda: a veces, el mayor poder de un gamer no está en el control… sino en saber pausar a tiempo.